Para Alba Lezcano Aibar, trabajar la prevención con menores es una inyección de fuerza y de vida. Lleva haciéndolo siete años, desde que entró como psicóloga en la Asociación Olontense Contra la Droga (AOCD). Ahora, como responsable de los programas de Atención e Intervención de Adicciones de la organización, define su labor y la del resto del equipo de la entidad como una pieza muy pequeña dentro la vida de “sus” niños y niñas. A través de sus palabras conocemos cómo es el trabajo que realizan con varias generaciones de menores en la localidad onubense de Gibraleón.
Desde vuestra entidad defendéis un modelo de intervención integral con menores, ¿en qué consiste y qué valor aporta?
En AOCD usamos un modelo sistémico en el que tenemos en cuenta no solo a los niños y niñas que atendemos, sino también sus circunstancias y sus amistades y todo lo que les rodea, como la comunidad, los centros educativos, las familias o el ayuntamiento. La experiencia nos dice que es necesario trabajar con todos estos agentes para que el mensaje que les damos sea el mismo que reciban de todo su entorno.
Por ejemplo, con el proyecto que tenemos para alumnado expulsado del instituto, Aula Tiempo Libre, trabajamos individualmente a nivel psicológico para ver qué les sucede y de dónde vienen sus conflictos. La familia viene está presente en la primera entrevista y también hacemos refuerzo educativo y actitudinal con actividades grupales en el mismo día para que se apoyen entre iguales, como grupo de autoayuda. A nivel individual también trabajo para entender cuáles son los cambios que necesitan y no quieren contar en público. Una vez ya en la devolución final incluimos tanto a la familia como al menor, y si hay cuestiones más delicadas que tratar con la familia, celebramos alguna sesión intermedia si se requiere.
Más allá de centrar vuestros programas con menores en prevenir conductas adictivas, abordáis otros aspectos propios de su edad. ¿Qué cuestiones tratáis y cómo repercuten en su percepción de las adicciones?
Nuestros niños y niñas son la población olvidada por el sistema. El sistema educativo les estructura la mañana, pero cuando tienen problemas emocionales no saben afrontarlos y necesitan apoyo. Por ello trabajamos los hábitos de vida saludable, el buen uso de nuevas tecnologías, la resolución de conflictos que se les plantea en su día a día, la inteligencia emocional, la autoestima o el cómo resolver circunstancias familias que muchas veces ni entienden ni identifican cómo se sienten respecto a ellas. Es como si retrocediéramos unos cuantos pasos atrás respecto al problema de las adicciones de manera que ya están trabajando unos valores y unos aspectos surtirán efecto en su personalidad.
Por ejemplo, a través de nuestro programa A Marte de apoyo al tránsito educativo, nos dimos cuenta de que bastantes menores que empiezan a faltar al instituto suelen ser proclives a desarrollar algún consumo de sustancias. Al hacer este proyecto, lo viven de una manera muy lúdica, porque trabajamos los miedos de un cambio de etapa educativa: el cómo lo viven sus padres, cómo se encuentran conociendo otras personas, el cambio de clase o de docente… Todos esos aspectos que parecen que no tienen importancia son conflictos que se les presentan y enseñándoles a gestionarlos de una manera más positiva a través del juego vemos cómo se reduce el número de expulsiones de los centros. Es muy gratificante, porque dándoles herramientas y habilidades para la vida diaria se van dando cuenta de que si llega una situación compleja pueden hacerle frente.
¿Cómo conseguís llegar a menores y adolescentes para que participen en vuestras iniciativas?
Es importante que nos sientan cerca, necesitan que hablemos en su idioma. Eso significa que yo tengo que empaparme, me guste o no, de las redes sociales que utilizan, de las series que están de moda y de todo lo que tiene que ver con su entorno y que les hace identificarse. Como profesional tengo que estar al día de todas estas cuestiones para cuando hable con ellos y ellas pueda superarse el hermetismo que suelen tener ante las personas adultas.
Al final, se trata de preguntarles. Les lanzas la chispa de que su opinión cuenta y, cuando asumen esto, terminan preguntando y descubriendo sus inquietudes. Tanto a nivel de intervención individual como en grupos pequeños es muy importante conocer lo que les gusta para tener algún punto en común, sea el Fortnite, Tik Tok o el reguetón, abrir un tema de conversación y que a partir de ahí la intervención pueda ser más efectiva.
¿Cómo trabajáis el tema de los videojuegos desde la AOCD?
Además de atenciones individuales a algunos casos de uso problemático, trabajamos en sesiones grupales: organizamos talleres donde tratamos de desmontar los videojuegos. Decimos que vamos a hacer un taller sobre Fortnite, por ejemplo, y se presentan un montón de gamers porque piensan que se va a jugar. Cuando llegan aquí les enseñamos cómo se van atrapando en el juego a través de los estímulos y se lo comparamos mucho con las máquinas tragaperras, que a esas edades asocian mucho a gente con problemas, porque tienen el mismo sistema de recompensa y funcionamiento.
Hacemos una labor educativa y no prohibitiva. Les hacemos ver que pueden hacer un buen uso siempre que el videojuego esté adaptado a su edad, que pueden jugar si lo hacen con moderación. En este punto también necesitamos a la familia; les recomendamos que utilicen el videojuego como un refuerzo más en el hogar, pero tienen que ponerse al día de los videojuegos que usan sus hijos e hijas para que no se desconecten de su mundo. Porque ser nativo digital no te convierte en un experto digital.
¿De qué manera ha cambiado la pandemia los programas de prevención?
Hemos tenido que reducir la cantidad de personas en los grupos y el trabajo con grupos más grandes han tenido que pasarse a videollamada, aunque la pandemia nos está haciendo entender que hay muchas cuestiones que pueden hacerse desde la semipresencialidad. Ha aumentado la afluencia de alumnado universitario en los talleres virtuales que hemos organizado sobre prevención y hemos podido llegar a una población diferente de toda la provincia.
Ahora las familias están más puestas en redes y pueden aprovechar el aula virtual que pusimos en marcha durante el confinamiento, pero aquellas que están en riesgo de exclusión siguen necesitando la presencialidad. No entienden las tecnologías y vienen mucho a nuestra aula física, les asesoramos y les ayudamos con una atención más individualizada.
También es cierto que notamos mucha ansiedad en familias y en menores. Estamos encontrando muchos casos de falta de gestión emocional, y mucho consumo de benzodiacepinas, sobre todo en mujeres y niñas. El sistema sanitario está saturado, como respuesta están recetando esos fármacos y estamos intentando a ayudar en este sentido porque es un perfil nuevo. Son menores que no están en riesgo y que nunca han tenido dificultades, pero ahora sí necesitan que les demos más apoyo psicológico.