No podemos negar que hay una estrecha relación entre el mundo de las adicciones y la delincuencia. Ya en los años ochenta, la criminalidad era, junto al consumo de drogas, la mayor preocupación para la población española según los estudios recogidos por el CIS. No obstante, aunque a lo largo de los últimos años el protagonismo lo han adquirido otros temas como el terrorismo, la inmigración o la corrupción, es un hecho que esta unión no ha desaparecido. Muy al contrario, varios estudios avalan que un alto porcentaje de las personas que delinquen y cumplen condenas privativas de libertad lo hacen por delitos contra la salud pública o contra el patrimonio que, fundamentalmente, derivan de la adicción a sustancias. Es cierto que esta relación es compleja y que entran en juego otros factores que influyen, como las situaciones de pobreza o aspectos culturales y sociales.
El sistema penal ha dado respuesta a este tipo de delitos de manera punitiva y, si bien se han producido reformas que han tenido en cuenta la problemática de la adicción, no podemos decir que se trate de un objetivo cumplido. Desde el ámbito de lo social tenemos claro desde hace años que si bien el artículo 25.2 de la Constitución Española recoge como fin principal de la pena privativa de libertad la reeducación y la reinserción social de las personas, la realidad es otra bien distinta. Básicamente, la prisión estigmatiza, segrega y potencia la discriminación, acercándose así a la antítesis de lo que supondría una verdadera oportunidad de incorporación social de la persona que delinque.
Es por ello que los equipos de profesionales que intervenimos en el ámbito de las adicciones, que conocemos lo que supone una adicción para la persona, las consecuencias en su familia y lo complejo del proceso de recuperación, debemos aunar esfuerzos para, mediante una labor casi pedagógica, concienciar a la sociedad. Y también para recordarle al sistema penal que existen otros modelos posibles, como la mediación o la justicia restaurativa, la cual trata de compensar el daño realizado a las víctimas, hacer a la persona que delinque responsable de sus acciones e involucrar a la comunidad en la resolución de estos conflictos.
Sin embargo, mientras este ideal de justicia se consolide cada vez más como la realidad imperante, nos queda aún mucho trabajo por hacer. El conjunto de profesionales sociales del ámbito de las adicciones tenemos un papel fundamental. Dentro de nuestra labor somos el nexo entre el sistema penal, penitenciario y la problemática de las adicciones. Trabajamos, por un lado, para prevenir consumos y recaídas, pero también para evitar la reincidencia y la comisión de delitos por parte de las personas que atendemos. Somos responsables, dentro de nuestras competencias, de intentar que jueces, fiscalía y abogacía conozcan lo que supone una adicción y cuál es la realidad de estas personas. Y todo ello sin olvidar que las causas judiciales de las personas usuarias tienen una influencia considerable en los procesos terapéuticos de recuperación.
En ocasiones, estos procesos constituyen la motivación para la abstinencia y el tratamiento, que se erige como la vía para evitar la prisión y otras condenas. En el peor de los casos, las causas judiciales suponen la interrupción de la intervención al tener que afrontar el cumplimiento de condenas pendientes. Es por ello que, cuando una persona afectada por una adicción decide iniciar un proceso terapéutico, es fundamental que la figura profesional encargada de acompañarle en ese tratamiento también intervenga en el área judicial.
Es esencial conocer tanto los antecedentes como los procedimientos abiertos y la situación en la que se encuentran de cara a valorar su influencia e intervenir para que, en ningún caso, supongan un motivo para el abandono del tratamiento. La intervención en esta área y el apoyo para ir resolviendo los asuntos pendientes a nivel judicial contribuirán de manera notable a la consecución del objetivo fundamental de todo tratamiento en adicciones: una verdadera incorporación social.